Otra historia de represión oficial
Kau
Sirenio
Cuando
Luis Hernández escuchó su nombre desde la celda del lado izquierdo de la
entrada de los separos de Acapulco, creyó que su libertad se aproximaba. No fue
así. Apenas dio unos pasos para atender el llamado, un hombre fornido lo tundió
a culatazos en la espalda.
Ahí
se dio cuenta que la tortura y la persecución contra la escuela Normal de
Ayotzinapa apenas comenzaba.
Él
y otros 55 de sus compañeros fueron detenidos y trasladados a los separos de la
Procuraduría General de la República (PGR), delegación Guerrero, el 30 de
noviembre de 2007 durante una protesta en la caseta de La Venta, de la
Autopista del Sol, acusados de terrorismo, vandalismo y daños a las vías generales
de comunicación. De los detenidos, 28 eran estudiantes, otros 28, de la Generación
de Egresados de Ayotzinapa Lucio Cabañas Barrientos (GEA-LCB).
La
represión contra los normalistas inició dos semanas antes. El 14 de noviembre
de aquel año, fueron desalojados por cuerpos de anti-motines estatales del
Congreso local, con tal exceso de fuerza que un centenar de estudiantes quedaron
heridos.
–Al
escuchar mi nombre pensé que era una visita, pero no fue así, apenas salí, me
recibieron a culatazos. De ahí me llevaron a una oficina donde cuatro personas,
entre ellos una mujer, me torturaron –recuerda el normalista.
El
30 de noviembre de 2007, egresados y estudiantes arribaron a la caseta la venta
a las 11:40 para protestar en demanda de una audiencia con el gobernador.
Apenas empezaban a pintar sus demandas con aerosol en las paredes, cuando
comenzaron a llegar patrullas sector caminos de la Policía Federal Preventiva
(PFP) con armas largas, toletes, escudos y gases lacrimógeno.
***
Luis
ingresó a la Normal Rural de Ayotzinapa a la edad de 20 años; antes estuvo en
la sierra de Oaxaca como instructor comunitario de Consejo Nacional para el
Fomento Educativo (Conafe). Ahí tuvo su primer acercamiento con los niños y de
paso decidió ser maestro rural.
–Mi
experiencia en Conafe es la más fuerte. Ahí aprendí a convivir con la pobreza
extrema, vi la miseria, el hambre, el analfabetismo; muertos por tifoidea. Las
muertes maternas se volvieron comunes por falta de médicos.
Recorrió
la sierra de Oaxaca, en medio de encinos; caminó por las brechas. “Allá íbamos los
instructores comunitarios, caminando veredas que eran en partes convertidas en
sembradíos de mariguana. Nosotros
los jóvenes quinceañeros, arriesgando todo, llegábamos para estar con ellos, en
ocasiones meses enteros, comiendo sólo ejotes hervidos; y cuando bien nos iba un
huevo estrellado en el comal”.
Originario
de la costa chica de Oaxaca, Luis trabajó en una tortillería en Puerto
Escondido. A los 14 años, formó parte de la empresa de
un teniente coronel retirado Ejército. “Me mandó a la
chingada, porque según él, me hacía un favor con darme un trabajo, porque no tenía
la edad para trabajar; eso sí, sin seguro social”, recuerda.
De
tez morena, el normalista habla de la injusticia que le tocó vivir en la
sierra, desde los abusos de los militares que les robaban a los campesinos.
“Los chatinos solo veían cuando los soldados se llevaban lo poco que tienen
para comer”, dice.
Este
proceso de aprendizaje comunitario llevó a Luis Hernández estudiar en Ayotzinapa,
porque alguien le dijo que es la escuela para los pobres. Al terminar su
estancia en Conafe se inscribió en Ayotzi, ocupando el lugar 80 del escalafón de
aceptados.
***
El
viernes de hace seis años, Luis llegó a la caseta bordo de un autobús que transportaba
a los de GEALCB. Atrás venía otro autobús con alumnos de la Normal de
Ayotzinapa. El sol mañanero en Acapulco era inclemente. El sudor escurría en la
cara de los normalistas.
De
Ayotzinapa a Acapulco, egresados y normalistas fueron seguidos por un Tsuru
rojo que de repente intentaba rebasarlos; luego se detenía. “El Tsuru, nos
seguía de cerca; ese viernes algo presentíamos que iba a pasar, porque no era la
única actividad, sino se estaba haciendo de manera simultánea en toda la
región. Exigíamos la salida del secretario de Educación en Guerrero, por eso
sentíamos que algo iba a pasar. Horas más tarde eso ocurrió”, recapitula.
“Llegando
a la caseta de La Venta formamos comisiones. Algunos se dedicarían a hacer
pintas, otros a volantear y un grupo menor a pedir cooperación a los automovilistas
para el sustento del movimiento que comenzó en el mes de agosto”, recuerda.
–Cuando
llegaron, ¿en la Caseta de la Venta había policías? –le inquiero.
–Sí.
Una persona de tez morena se acercó a nosotros y preguntó: “¿Cuántos vienen?”.
“Pocos”, contestó mi compañero. Un compañero le preguntó al interrogador si era
reportero y de qué periódico o medio de comunicación era. “Soy de Gobernación”,
contestó. De allí caminó hacia donde estaban apostados los federales, que luego
se dispersaron alrededor de la caseta.
A
los veinte minutos de que los normalistas llegaron, arribó otro camión de
federales; los estudiantes decidieron no confrontar. Así que decidieron abordar
los autobuses y regresar a la Normal de Ayotzinapa. Sin embargo, no lograron salir
del cerco policiaco.
Los federales les cerraron el paso y
comenzaron a golpearlos sin darles tiempo de correr, mientras que otros
muchachos les gritaban a los policías que no los golpearan, que ya se iban. Uno
alcanzó a decir: “Nos vamos, no queremos problemas”.
Los policías ya tenían acorralados a
los manifestantes, los tenían a escasos 20 metros, impidiendo que los demás
corrieran hacia los autobuses que ya empezaba avanzar de regreso a
Chilpancingo. “Observamos que la intención no era que dejáramos la caseta, sino
encarcelarnos”, narra Santiago.
El último que venía corriendo era Óscar
Cotino Molina, que intentaba subir al segundo autobús. Pero no logró su
cometido. Un policía federal que venía corriendo atrás de él, lo empujó contra
el autobús. Al caer gritó fuerte, con una voz desesperante, y en cuestión de
segundos estaba tirado bajo las llantas del autobús, mientras unos policías lo
golpeaban.
Luis Hernández recuerda que escuchó en
ese instante dos disparos. El pánico se apoderó de ellos. Un muchacho gritaba:
“mataron a uno, hay que regresarnos”. Mientras que los policías gritaban: “Ya ven,
por andar de guerrilleritos se los va a cargar la chingada, pendejos”.
El grito se pierde. De repente las
voces se repiten: “no disparen cobardes, aquí estamos”. Del otro lado de la
carretera eran sometidos a golpes, tirados en el asfalto de la Autopista. La
fuerza de los federales es superior a la de los normalistas; pero conforme
avanza la golpiza también van llegando más patrullas. Desde la patrulla que
trae a seis policías apuntan hacia el autobús de GEA-LCB.
–¿Qué pensaste cuando viste que estaban
apuntando? –pregunto.
–Pensé que nos dispararían
–recuerda–. Pero dispararon del otro
extremo, fueron como tres tiros, mientras gritaban: “Aquí nadie los va a
defender, maestritos pendejos”.
Cuando el autobús intentaba avanzar,
una camioneta le cerró el paso. Los chavos intentaron bajar y huir, pero abajo
los estaban esperando los policías para golpearlos.
Los policías seguían aplicando la
fuerza a pesar de que los normalistas ya estaban sometidos. A un pelón lo
tiraron en el chapopote a culatazos en la cabeza, mientras los demás eran
golpeados con saña en el otro extremo.
Cuando los policías lograron someter a
todos, empezaron los insultos en contra de los normalistas. “Venimos por
ustedes, pinches chamacos pendejos. Por ustedes nos mandaron a Guerrero, bola
de culeros. Bien estuvieran tomándose una cerveza, no que andan de revoltosos,
pero ahora sí van a saber lo que es el gobierno, cabrones”, gritaba un policía
gordo con lentes oscuros.
Un muchacho trató de ver la cara de los
policías, pero fue sometido a golpes. “No me mires, hijo de tu puta madre,
quítate tú pinche pañuelo, guerrillerito de mierda”, vociferaba el policía y seguía
golpeado al pelón.
En ese momento llegó una persona que se
fue directo contra un muchacho de playera verde y le dijo: “A ver, pendejos, me
van a decir quién es el líder. Tú de la playera verde, me vas a decir o te rompo
la madre”.
“No sé”, contestó el estudiante todo
tembloroso.
Los policías no conformes con la
golpiza que le propinaron a estudiantes y egresados, les advirtieron: “El
primero que mueva la cabeza, me lo echo”.
Sobre el bordo del lado norte se
escuchó de nuevo el cerrojeo de varios fusiles, mientras otro policía seguía
echando polvo de extintor en la cara de los normalistas.
A varios se les iba la respiración por
el polvo del extintor. Un muchacho empezó a toser. Eso no le importó al
granadero que le gritaba: “Eso querían, pendejos. Andan de revoltosos, ahora
aguántense, para que vean que con el gobierno no se juega”, y volvió a rocearle
en la cara.
Antes de subirlos a las patrullas que
los llevarían a los separos de la PGR, les quitaron sus pertenencias (celulares,
cinturones, dinero, collares, gorras y pañuelos), mientras unos policía les
pisaban la cabeza y otros brincaban en la espalda de los normalistas y les
gritaban: “Este pendejo ya no repara”. Los demás se reían.
–¿Dónde dejaron a las viejas, putos?
Las hubieran traído para que nos divirtiéramos –dijo uno de los policías.
Un policía tomó a un pelón del cuello y
le preguntó:
–¿De dónde eres, perro? –preguntó el
policía.
–De Oaxaca –contestó asustado el pelón.
El policía le dio unos golpes en la
boca del estómago y le gritó: “Aquí no es Oaxaca, pendejo, ni APPO, ni que
nada.
–¿Eres de la APPO? –volvió a preguntar
mientras lo golpeaba.
–No, soy estudiante –musitó.
–Tú vas a pagar lo que nos hicieron los
pendejos de la APPO
–le advirtió el policía golpeándolo de
nuevo.
A bordo de los camiones
que los trasladarían a la PGR, los policías
prohibieron a los detenidos verles la cara y hablar. En las instalaciones
policiacas, volviero a insultarlos y los grabaron con una videocámara; les
preguntaron sus nombres, lugar de nacimiento, nombre de sus padres y la causa que
los llevó a la caseta.
Cuatro horas después, metieron a Luis y
a quince de sus compañeros en una celda de cuatro metros cuadrados. Hasta que
llegaron los abogados de la Comisión de Defensa de
Derechos Humanos (Coddehum), los
detenidos lograron salir al baño o tomar agua.
En la madrugada llegaron siete personas
para sacar a Luis Hernández de la celda, se identificaron como jefes. Se lo
llevaron a punta de toletazos mientras le decían: “A ver, cabroncito, te vamos
a llevar aparte para enseñarte a no hacer desmadre”.
Lo tuvieron en un cuarto oscuro toda la
mañana y allí lo interrogaron acerca del movimiento. Un policía le dijo que la
orden era golpearlos y encarcelarlos, que Zeferino Torreblanca pidió apoyo a la
federación porque estaba preocupado de que en Guerrero pasara lo mismo que en
Oaxaca, y decía: “Ojalá que con esto ya le bajen, cabrones, porque el gobierno cuando
quiere hasta puede desaparecerlos”.
***
Durante los dos días que estuvo detenido
–dice Luis– lo torturaban en la noche y escuchaba los gritos cuando los
policías golpeaban a sus compañeros. Sin saber qué hacer ni cómo moverse en el
pequeño espacio, no le quedaba de otra que seguir de pie o en cuclillas.
–¿Qué te preguntaron durante el
interrogatorio? –le digo.
–¿Perteneces al EPR o al ERPI? –me
preguntó uno.
–¿Qué le dijiste? –insisto.
–Les dije que soy maestro recién egresado,
que quiero ejercer mi profesión.
–¿Qué pasó después?
–Volvió a preguntarme de nuevo que si
pertenecía a grupo de choque; le dije que no sabía que es eso. Me dijo:
“Tenemos datos y antecedentes que has estado platicando con personas mayores de
edad, dinos el nombre de esas personas”, mientras me golpeaba.
“Les dije el nombre de mis maestros
pero no sabía sus apellidos; un hombre con acento del norte me dijo: ‘Anda,
Güicho, habla mejor, no queremos partirte la madre. Tenemos órdenes precisas de
hacerlo e incluso de cortarte el cuello ahorita mismo… habla, cabrón, antes de
que me enoje’”.
Luis dice que durante el interrogatorio
los policías lo saturaron con preguntas que van desde su grado escolar, donde
estudió, quiénes fueron sus maestros, qué libros leía, con quién se juntaba. Al
mismo tiempo, una mujer con una pistola en la cintura graba al egresado
normalista.
–Me dio mucho temor. El interrogatorio se
prolongó hasta las tres de la mañana, al salir de la oficina vi a Aurora Muñoz,
(secretaria) de Derechos humanos del PRD; le pedí que se fijara a dónde me
llevan.
Agrega: “Ella repentinamente volvió la
mirada y les dijo a los policías: ‘A este muchacho no lo sacan de aquí; soy de
derechos humanos’. Fue entonces que me trasladaron a una celda apartada de mis
compañeros en donde estaban cinco policías federales custodiándome junto a tres
compañeros más”.
Al amanecer el primer día de diciembre,
Luis y sus compañeros recibieron visita del presidente municipal de Acapulco,
Félix Salgado Macedonio, quien les llevó pollo frito. Más tarde llegó el
diputado local Ramiro Solorio Almazán con los diarios locales y nacionales.
–Miren, son noticia nacional –les dijo
Solorio Almazán–, no se preocupen, ustedes salen de aquí porque salen, canijos,
échenle muchas ganas.
Más tarde llegaron los abogados de la
Coddehum y dirigentes de organizaciones sociales.
Afuera de los separos de la PGR se oyen
las consignas que retumban en el edificio maloliente por el sudor. “Genaro
Vázquez Rojas / tu lucha no fue en vano / el fusil que nos dejaste / lo
llevamos en la mano”.
La PGR pretendía consignar a los cinco
identificados como dirigentes. “La postura era que saliéramos todos o nadie”,
recuerda Luis.
–¿Qué hicieron cuando supieron el plan
de la PGR? –pregunto.
–La negociación se prolongó. Las
organizaciones sociales querían que saliéramos los cinco señalados como
dirigentes y que los demás esperaran. Porque la intención del gobierno era
fincar cargos a los dirigentes, para consignarnos al CERESO de Acapulco. Creo
que fue la decisión más acertada tomada por los dirigentes que estaban
negociando.
Agrega: “Entendimos que era la más
viable, fuera nosotros podíamos sacar a los demás, dentro sería difícil salir
nosotros mismos. Salimos el 2 de diciembre de 2007, fecha de la muerte en
combate del profesor Lucio Cabañas Barrientos, nos fuimos a la normal a seguir en
la lucha…no paramos”.
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